José Manuel Mora nació en el sur de España, Algeciras (Cádiz) en el año 1974. Creció en un barrio obrero en la zona alta de la ciudad. Desde muy temprana edad se sintió atraido por el dibujo, pintando escenas cotidianas en sus ratos de soledad. Las largas y mansas tardes de verano, eran ideales para ello. Esos cielos de azul intenso, las tediosas palmeras al sol que abundaban en la plazoleta de zahorra de su barrio y que veía desde su ventana, le transportaban a un estado de ensueño e irrealidad, que como el dice, siempre le acompañaría. Al igual que su pintura, hasta hace bien poco, se tomaba el dibujo como quien escribe en un diario; algo tan íntimo y personal, que no veía la necesidad de decirlo o compartirlo con nadie. En su juventud viajó a Cambridge (Inglaterra), donde se estableció por un tiempo. Allí experimentó por primera vez la fuerza y necesidad de expresarse a través del dibujo, para atenuar y aliviar su anhelo de estar lejos de casa.
Años después, se mudó a la ciudad de Düsseldorf (Alemania), donde vivó durante ocho años y donde se produjo el salto definitivo para decidirse a pintar al oleo. Autodidacta, inquieto, como un explorador, deambulaba por la ciudad, de galeria en galeria, fascinado por los artistas que veía, visitando constantemente los principales museos y exposiciones de la ciudad y alrededores.
En la actualidad vive y trabaja en su ciudad natal, Algeciras.
Hace muchos años, me dí cuenta que a la hora de ponerme a pintar, entraba en una especie de euforia, una alegría que brotaba de mi interior. Esta felicidad, sin saber por qué, me recordaba mucho a la de los niños cuando suena el timbre del recreo y salen gritando disparados hacia el patio, deseando jugar. Después, pasado algún tiempo, de repente caí que, sin proponérmelo, muchas de mis pinturas eran muy infantiles, y en ese mismo instante, como si se abriera una puerta secreta en mi interior, fui consciente de que, de algún modo, lo que estaba ocurriendo, era un diálogo a través de la pintura, entre ese niño que vive en mí y yo mismo, y que de alguna manera, la pintura hacía de puente para esta comunicación entre los dos. En ese justo momento, en un estado de estupor y perplejidad, me di cuenta de lo serio del asunto.
Mi pintura es un lenguaje plástico del inconsciente. Pura creatividad pasiva. Algo se enciende en mí, algo me busca, lo noto, sin yo hacer nada, y finalmente me encuentra, porque no pongo resistencia alguna. Entonces veo el cuadro, a veces completo y entonces en ocasiones me quejo, porque ahora me toca pintarlo con todos los retos técnicos y esfuerzo que implican. No todos me gustan a priori, e incluso no los comprendo, pero sé que debo pintarlos. Después pasado un tiempo, como premiándome, me viene abruptamente el significado y el por qué de esa pintura, y doy gracias por ello y a veces pido perdón avergonzado por mi enfado infantil y mis quejas. Todo esto sucede en mí como una extensión, algo fundamental y a la vez complementario a mi trabajo interior personal. A esta sed, a este anhelo de mí mismo, a mi deseo de "volver a casa". La pintura, en mi caso, aparece como una especie de purga personal, dolorosa pero a la vez reveladora y gozosa.
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